El escuadrón 53 de la Reserva de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos lucha contra un enemigo invencible. Estos hombres y mujeres van cada temporada a buscar tormentas y a meterse en el ojo de los huracanes para advertirle al mundo sobre la velocidad y trayectoria de los fenómenos. Ellos no pueden evitar las efectos catastróficos de los meteoros, como se llama genéricamente a estos monstruos climáticos, pero sí pueden advertir sobre su velocidad y trayectoria. De esa manera salvan miles de vidas y reducen –hasta donde es posible- sus millonarias consecuencias materiales.
Por años soñé con la oportunidad de estar en uno de estos aviones que vuelan en la dirección contraria a la que indica el instinto de conservación.
Durante 38 meses, nuestros nombres estuvieron en una lista de espera del cuerpo de ‘Hurricane Hunters’. Cuando mis esperanzas empezaban a esfumarse, sonó una llamada en la mesa de asignaciones de Univisión. Teníamos que estar al día siguiente en el aeropuerto de St. Croix, en las Islas Vírgenes de Estados Unidos. No había un itinerario definido. Iríamos a donde fuera la misión de turno, en el momento en que nos lo indicaran.
La corresponsal del Noticiero Univision, María Antonieta Collins, había volado diez años atrás en el ojo del letal huracán Iván. Una pequeña depresión tropical que partió de las costas de Cabo Verde en el África Occidental y llegó al Caribe convertido en huracán de categoría 5. Iván dejó su huella de muerte en once países: Barbados, las Islas Cayman, Cuba, República Dominicana, Granada, Jamaica, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Trinidad y Tobago, Venezuela y Estados Unidos.
121 personas murieron por cuenta de Iván. Los daños que causó fueron avaluados en más de 18,000 millones de dólares.
María Antonieta y el camarógrafo Jorge Soliño volaron en un Hércules que transmitía, desde el ojo mismo del huracán Iván, la información que el Centro Nacional de Huracanes usó para advertir al mundo y especialmente a las zonas afectadas en cada país. Nunca es posible reducir el impacto a cero pero sin las alertas meteorológicas las evacuaciones habrían empezado más tarde y seguramente se habrían perdido muchas más vidas.
Los ciclones en el hemisferio norte rotan en sentido contrario a las manecillas del reloj. Para entrar en ellos, el avión cazahuracanes debe igualar su velocidad, rodearlos en sentido opuesto a su translación y cruzarlos con la velocidad en contra. No pueden entrar con el “viento a favor” porque la fuerza de los motores no resultaría suficiente para escapar de los vientos huracanados y la aeronave terminaría fatalmente sucumbiendo arrastrada por la tormenta.
En otras palabras, el avión tienen que chocar con la pared de agua y aire que es el borde externo del huracán, atravesarla y situarse en el centro para empezar a volar con la misma velocidad y en la misma dirección del fenómeno. El ojo es un remanso de paz traicionero. Tan vacío que el sonido no se transmite, pero con olas que pueden alcanzar los 150 pies (50 metros) de altura.
El camarógrafo Jorge Soliño recuerda la experiencia como estar subido en un ascensor que se descuelga súbitamente desde un piso 80 y vuelve a subir a toda máquina. Dice que la pared del huracán se ve negra por las nubes de tormenta y que cuando el avión entra en el ojo se siente como estar preso en un tubo: arriba el sol y abajo el único trozo de mar en calma en 100 millas a la redonda. (El diámetro de Iván superó las 200 millas).
Soliño vomitó tanto y tantas veces que el único líquido que le quedaba en el cuerpo eran lágrimas. Las mismas que derramó entre emociones y mareo cuando el avión cazahuracanes recibió la autorización para sobrevolar su ciudad natal, La Habana, de la cual había salido 16 años atrás. Con el hígado en la mano y el corazón en la boca, Soliño pudo ver por la escotilla del Hércules las calles que lo habían visto crecer, la casa en donde seguían viviendo sus familiares y la esquina donde dio el primer beso.
Collins, reportera incansable, estaba nuevamente lista para subirse al cazahuracanes. Soliño declinó gentilmente la oportunidad: “Caballero, yo me subí por ignorante. No sabía lo que me esperaba, pero hacerlo otra vez, ¡qué va!”.
El turno fue entonces para Herman Ulloa, un excepcional fotógrafo y editor que trabaja la mayor parte del tiempo para el programa ‘Primer Impacto’. Herman, además, es piloto privado y sabe poco de miedos. Sin embargo, con la descripción de Soliño, debió sentir un escalofrío recorriéndole la espalda: “Es como si te meten dentro de una pelota y la empieza a patear un gigante”.
María Antonieta, la única veterana en el grupo de tres civiles que abordaría el Hércules cazahuracanes, nos advirtió que durante las 24 horas anteriores al despegue solo deberíamos tomar agua y comer galletas de soda. La misma dieta que dispuso como oficial para el vuelo. El tiempo estimado de la misión era de 10 horas y media.
La tripulación compuesta por pilotos, científicos y técnicos tenía la tarea de establecer el nivel de peligro que representa una tormenta en formación, cuyos efectos se empezaban a sentir en Haití, Las Bahamas y las Islas Turcas y Caicos. Solo el 10 por ciento de estos fenómenos climáticos se convierten en verdaderos ciclones.
En el sencillo cuartel de los cazahuracanes en las Islas Vírgenes nos encontramos todos los ocupantes del vuelo: El comandante de la nave, el copiloto, el navegador, el ingeniero de vuelo, una meteoróloga, dos técnicos en lanzamiento de sondas, la oficial de enlace con la prensa, Herman, María Antonieta y yo.
Los civiles firmamos un documento manifestando que abordábamos el aparato bajo nuestro propio riesgo.
Mientras ellos revisaban cuidadosamente reportes meteorológicos y cartas de navegación, María Antonieta recordó su experiencia en el huracán Iván. De pronto, el teniente coronel Dan Jones, comandante de la aeronave, recordó: “Yo también estaba en ese avión”. Por esa época, Jones era el navegador del Hércules estadounidense que recibió, por primera vez, permiso de las autoridades cubanas para cruzar el espacio aéreo del país siguiendo la ruta de un huracán.
Un C-130 es un avión aparatoso. Perdónenme los que saben de aeronavegación pero a mí me cuesta trabajo descifrar cómo ese piano de cola de 400 toneladas puede levantarse del piso impulsado tan sólo por sus cuatro hélices gigantes.
Por dentro tiene pocas ventanillas, apenas dos en las puertas de emergencia y unas cuantas escotillas que sólo pueden usarse si uno hace pie en las bancas de lona dispuestas sobre los dos bordes del aparato. En esas bancas vamos a pasar las próximas horas.
El interior del Hércules luce como si estuviera en obra negra. Realmente no es así. Todo está debidamente terminado, pero con esa apariencia de taller de mecánica que caracteriza la estética militar. Mucho equipo y conexiones a la vista. En la zona de carga y/o pasajeros solo hay dos puestos de trabajo claros: Uno para la meteoróloga, la mayor Nicole Mitcher, y otro para el técnico lanzasondas, el sargento Zachary Mentzer. Todos los demás deben acomodarse en las bancas laterales.
Estas dos personas tienen al frente de ellos una pantalla de radar y un mapa que muestra en tiempo real la ubicación del avión y la ruta que ha recorrido.
El baño es uno solo para todos sin distingos de sexos, plegable y apenas oculto detrás de una lona plástica. Estamos advertidos desde el comienzo: “Solo se debe usar para número uno”.
La muy afable mayor Marnee Lousurdo, enlace con la prensa de los cazahuracanes, nos entrega a todos tapones para los oídos. El estruendo es espantoso, como si viajáramos dentro de un motor a toda marcha.
La misión consiste en establecer la temperatura de las aguas y vientos que están formando el posible huracán, determinar la trayectoria de desplazamiento, medir la velocidad de los vientos internos y –lo más importante- concluir si el fenómeno puede ser o no peligroso para los habitantes de los países en su zona de influencia.
El decolaje transcurre sin contratiempos. Por dentro se siente la fuerza que tiene que hacer el –bien llamado- Hércules para levantarse. El primer movimiento perceptible para los pasajeros sucede tres minutos después del despegue. El técnico lanzasondas empieza a montar el dispositivo para arrojarlas. Es un portante de color amarillo que atraviesa el piso del avión y que tiene dos posiciones: Close y Open.
A mis pies hay doce tubos que contienen las sondas. Aparatos de medición que son lanzados en los puntos determinantes del fenómeno para tomar medidas que permitan establecer velocidades, probables trayectorias y riesgos.
Los dos suboficiales sacan uno de los tubos de su coraza protectora y lo ponen en el lanzasondas. Luego, uno de ellos se queda al lado del aparato y espera la instrucción para mover la palanca a la posición open. Cuando eso sucede, durante dos segundos, se siente una mayor presión dentro del avión y los oídos parecen a punto de estallar.
La sonda mide la temperatura ambiente al nivel del mar, identifica las diversas fuentes de viento y su eventual ruta.
La temperatura es una variable determinante en la formación de un huracán. Si el agua se empieza a calentar y alcanza los 78 grados Farenheit inicia un proceso de evaporación. Cuando esto sucede la capa de agua caliente alimenta la tormenta y empieza a absorber agua fría de una profundidad mayor. Surge una baja presión y se forma la tromba que es la génesis del ciclón y las olas bíblicas que arrebatan al mar.
Las características del futuro ‘Cristóbal’ exigen una inspección particular. Debemos hacer un vuelo muy bajo sobre el Caribe. La gigantesca ballena con hélices empieza a bajar mientras los ocupantes cumplimos la orden de ponernos los chalecos salvavidas.
El avión vuela a 500 pies de altura rodeando las Islas Turcas y Caicos para después tomar dirección hacia las Bahamas. De los negros intensos en la nube de la tormenta pasamos a los colores azules y verdes del Caribe. El agua es tan clara que alcanzamos a ver perfectamente los cardúmenes de peces y resulta triste observar cómo un viejo y artesanal barco pesquero está a casi dos millas de su eventual fortuna.
Las sondas siguen cayendo en intervalos de 45 minutos.
En la cabina del C-130 los pilotos y el ingeniero de vuelo lucen tranquilos. El vuelo está transcurriendo sin contratiempos. Solo hemos tenido dos momentos de grandes turbulencias, pero nada comparable a volar dentro de un huracán ya formado.
La noche empieza a caer sobre el Caribe y el Hércules está iluminado por dentro con esa luz mortecina y titilante de las lámparas alimentadas por generadores diesel en los pueblos de selva.
La meteoróloga predice que hay evidencia de la formación de una tormenta tropical que puede convertirse en huracán categoría 1 en las próximas 72 horas.
Partimos a las once de la mañana y son casi las 9 de la noche cuando aterrizamos en las Islas Vírgenes. El fenómeno que hemos monitoreado acaba de ser bautizado como ‘Cristóbal’ y será huracán el miércoles.
Por fortuna, todo indica que su área de mayor intensidad no afectará a zonas pobladas. Vendrán lluvias copiosas en Bahamas y en República Dominicana, donde la presencia de Cristóbal ayudará a mitigar una larga sequía.
Al final del día, no todos los huracanes son malos.